..Curioseando hoy en Clarin encontre este texto magistral y definitivo sobre lo que simplemente es el amor cuando es real.. es simple, es seguro, es maduro, esta alli sin verse, esta, llena todos los espacios; uno no se pregunta si ama o no, solo lo hace, con la certeza de querer siempre el bien del otro sin fijarse mucho si va o si viene..
Confieso que me dio un poquito de envidia... (de la buena..)
Y lo cuelgo aca para no olvidarme de lo que espero y deseo (profundo suspiro...) algun dia..
..Pero ustedes estan enamorados todavia?? - Maria Rosa Lojo
"Nos conocimos en una de las fiestas más estúpidas que puedo recordar. No pasaba nada, salvo que mi amiga Cecilia y yo acabábamos de terminar la Carrera de Letras en la UBA y las compañeras más cercanas habían decidido celebrarlo. Gracias al novio de Cecilia, arrearon a sus contactos disponibles en la Facultad de Ingeniería hacia el departamento que ella y dos chicas más, también provincianas, alquilaban cerca del Hospital de Clínicas. La concurrencia, amedrentada o aburrida, se dividió desde el principio en dos mitades elementales: las nenas con las nenas, los nenes con los nenes.
Él –Oscar, mi futuro gran amor– estaba sentado, como casi todos, perdido en la música que aún no movía a nadie. Era flaco, con la barba oscura y la cabeza curiosamente rubia, ambas de color natural; una rara combinación que yo sólo recordaba haber visto en Karadagián, el de Titanes en el Ring. Lejos del titanismo, tenía la mirada dulce y cierto aire de poeta romántico poco asociable tanto con el catch como con la ingeniería. Me acomodé a su lado en cuanto se despejó una silla. Entonces empezamos una larga conversación que aún no termina. Hace de eso un poco más de tres décadas y media.
El flaco engordó; la cabeza rubia, de pelo fino, quedó casi despoblada, y ya no hubo más contrastes capilares, porque todo se hizo coherentemente gris. Mi pelo, entonces rojo caoba, largo hasta la cintura, pasó por varios cortes y conservó su color aproximado con magias de peluquería.
No gané muchos kilos, por contextura y porque hospedo un gen diabético que el médico me obliga a matar de hambre. Pero tengo marcas de cesárea y una arruga vertical, en el ceño, que habla de tozuda concentración y delata los prolongados esfuerzos de la miopía por acomodarse al mundo. Aunque todavía no llegamos a los sesenta y cuatro de los Beatles, ya nos están esperando a menos de una década de distancia, ahí nomás, a la vuelta de la esquina.
Si nosotros no entendemos cómo pudo pasarnos eso, cómo nos encontramos con estas caras y estos cuerpos cuando apenas ayer cumplíamos veinte y pico, otros se asombran por diferentes motivos. “Pero ustedes, ¿todavía siguen enamorados?” preguntó Federico (19), nuestro hijo menor, entre maravillado e incrédulo, mientras nos tomaba una foto juntos el día de mi último cumpleaños. Así debe de ser, ya que pensar en la vida sin el otro nos provoca un vacío en el estómago tan intenso que corta la respiración.
Imaginar esa ausencia nos devuelve a los primeros paseos, a los primeros besos, cuando lo que había que lograr y convalidar era justamente lo contrario: asegurarse la presencia permanente, el “para siempre”, de la persona amada.
Atrapado sin salida se llamaba, en castellano, la premiada película de Milos Forman que vimos juntos. “Así quedé. Nunca un título fue más profético”, se ríe Oscar cuando la recordamos. Atrapado, no en el manicomio, como Jack Nicholson, pero sí en el noviazgo y el matrimonio.
En aquella época, todavía los varones “se declaraban”. Él se había jurado que el rito no pasaba de esa noche. Tuvo sus costos, en todos los sentidos. Cuando pagó las entradas (también eso era entonces un deber masculino) dejó en la boletería todo el vuelto de un billete grande. La mano que me ofreció para entrar a la sala oscura temblaba un poco y tenía la palma completamente mojada. Yo solo me acuerdo de Nicholson lobotomizado y del enorme indio (el Chief Bromden) cargándolo en brazos. Él, de nada en absoluto. Toda su atención estaba puesta en lo que tendría que proponerme poco más tarde.
Lo dijo al fin, en el tren de regreso a Castelar, entre Flores y Caballito. Y aunque el corazón me saltaba como si estuviera descarrilado, le contesté (así solíamos hacer las chicas) que prefería pensarlo un poco. “¿Para qué lo vas a pensar? –objetó–. Probemos. Y si no anda, no anda.” Resultó. O todavía seguimos probando, a ver si funciona.
La prueba permanente es la condición de cualquier largo vínculo amoroso. Tantas cosas nos pusieron contra las cuerdas. Juntos atravesamos duelos y serias enfermedades: las de nuestros padres, la de alguno de nuestros chicos, o la grave y recién diagnosticada que Oscar padece ahora. Sufrimos la inolvidable hiperinflación, cuando las cosas aumentaban de precio entre la góndola y la caja del súper. El “corralito” nos pescó en mitad de una reforma de la casa, con todos los ahorros en el banco.
Sobrevivimos y sacamos adelante a los hijos (hoy tenemos un músico, una artista plástica y un estudiante de Informática en la UBA). Pero no hay escuelas de paternidad, y si las hay, no sirven. Como apunta el doctor House: Your parents always screw you up. Los padres siempre te joden, hagan lo que hagan, incluso, (si tal cosa existe) cuando son perfectamente normales.
También los hijos joden a los padres. En un cuento magistral de Enrique Anderson Imbert se describe a un hombre desesperado ante la extravagante propuesta que su esposa acaba de hacerle. Se empeña en llevar a vivir con ellos a una persona por completo desconocida de la que lo ignoran todo: sus gustos, su temperamento, su moral, sus aptitudes, hasta su aspecto físico.
No contenta con eso, le dice que se trata de una costumbre aceptada y fomentada por la sociedad, y que además tendrán que hacerse cargo de los gastos del intruso durante años. “Es una locura –dictamina el narrador–. No me explico por qué mi mujer sigue obstinada en traer a casa ese hijo.”
Seguimos la costumbre de la mayoría, locura o no, y tuvimos tres. Al principio fue un tanto abrumador, pero controlable. Nos acercábamos en puntas de pie al moisés del primer bebé, profundamente dormido, para comprobar que respiraba. Y (ya un poco más tranquilos) lo repetimos con los que siguieron.
Nos levantábamos como zombis (yo, sobre todo, que daba de mamar) para alimentarlos y tranquilizarlos a las tres de la mañana. Festejamos decenas de cumpleaños (antes de que se impusieran las salas de alquiler y los peloteros) y barrimos después los escombros de la casa destrozada por una horda de pequeños Atilas. O nos despertamos ante los chillidos de una nena enharinada por sus compañeritas en lo mejor del “piyama party” que se celebraba en nuestro living.
Después llegaron de veras esos extraños temidos por el protagonista del cuento de Anderson. Un buen día, la encantadora criatura de bucles dorados que jugaba con Barbies, reemplazó las muñecas por una calavera que adornaba su repisa, se cortó el pelo al rape, se vistió con jeans andrajosos y zapatillas decoradas por agujeros.
El nene con camiseta de Racing se calzó una remera de los Ramones, y se tiñó el pelo de verde para ir a fiestas rave los fines de semana. Agradecimos que nos quedara un hijo de reserva: el menor, aún sin edad de convertirse en alien.
Los mismos interrogantes se repiten en todas las edades: quién soy, qué hago acá, qué sentido tiene la vida (mi vida) en este planeta. El amor duradero trae algunas respuestas: estoy acá para estar con vos y vos conmigo, no sé hasta cuándo, pero mientras tanto las piezas sueltas de la realidad se ajustan y el todo (o al menos un todo, nuestro todo) se pone a resplandecer.
Nos cuestionamos muchas cosas. Nunca, creo, la razón de continuar juntos. Es más, no nos planteábamos razón alguna, no había que fundamentarlo ni que justificarlo: era un hecho, del mismo modo que el sol sale y se oculta todos los días. Aunque no faltaron las mañanas en que nos despertábamos acalambrados y furiosos porque la pelea de la noche anterior nos había obligado a dormir cada uno en un borde de la cama, en vez de enredarnos, como de costumbre, en el abrazo protector.
“Ya sé por qué seguís conmigo después de treinta y cinco años –suele decirme, mientras me alcanza una copa de vino hecho en casa–. Porque cada día cocino mejor”. Otras virtudes fueron las que me enamoraron, hasta hoy. Como saber que su mano de hombre bueno, grande y templada, estará siempre disponible para cobijar la mía, que cuento con su lealtad apasionada y absoluta. Pero las habilidades culinarias tampoco son un motivo mínimo, aunque Oscar, cocinero en acción, tenga mucho de Mr. Monk.
Sobre su mesada se exhiben, impecables, montoncitos de carne de vaca y de pollo cortadas a mano, dientes de ajo molidos, pilas de cebolla de verdeo trozada con esmero. “¿En qué te ayudo?”, “Poné cuatro huevos a hervir y picame tomate. Pero solo dos medianos, ¿eh? Y acordate de no pasarte con el tamaño” –remata, marcando entre los dedos índice y pulgar una medida casi milimétrica–. Suspiro, resignada. Al menos sé que confía en mí, ciegamente, para hacer los repulgues, y que vamos a comer unas empanadas maravillosas.
Si hubo separaciones, no fue porque quisiéramos tomar distancia, o darnos tiempo para reflexionar sobre una relación que se quebraba. Nuestros trabajos, que también eran pasión, nos llevaban lejos. A él, sobre todo al interior, en la Central de Atucha, donde dirigía cuadrillas de mantenimiento en las zonas más peligrosas y contaminadas. Durante varios años, estuvo en casa únicamente los miércoles y los fines de semana. No existían los e-mails ni los celulares, los teléfonos eran precarios y caros y para poder comunicarse a veces había que llegar hasta la ciudad más cercana.
Sus ausencias, y aun más, sus audacias de Indiana Jones, me producían vértigo y migrañas. Los chicos, mi trabajo profesional, la organización de la casa, se sumaban en una carga extenuante. Imaginar un accidente a cuarenta metros de altura, o un escape radiactivo, me quitaba el sueño. “No pasa nada, está todo bajo control” –escuchaba del otro lado de la línea–. “Te quiero, bella” (pronunciado con la “elle” de Misiones que nunca perdió).
La comunicación entrecortada y los testigos incómodos que esperaban atrás para usar el mismo teléfono, no daban para una hot line. Había que aguardar el regreso a casa. Entonces al rompecabezas de la realidad no le faltaba ni un cabo suelto. El perfecto amor físico, se sabe, funciona como la llave maestra que ordena y alinea, en afinada sintonía, todos los planos del mundo.
También viajé, a mi turno, por los rumbos próximos y lejanos a donde se adelantaron mis libros. Eso, Oscar lo soportaba aun menos. Por probables razones de género (son las mujeres, tradicionalmente, el ancla de los varones, las que se quedan en casa) y también por su propia historia, como logramos desentrañar después de conflictos y sostenidos diálogos. A los catorce, había salido de su casa en la chacra, para ir a cursar el secundario a Posadas y luego, la universidad en Buenos Aires; nunca más viviría en la provincia.
Había cumplido algunos de sus sueños, pero había entregado, a cambio, la querencia y el reino de la infancia. “Vos también te vas para progresar. ¿Y si no volvés nunca?” –me preguntaba, como si no hubiesen existido además (pequeño detalle) tres hijos de por medio–. Los argumentos absurdos no se contestan, y preferí taparle la boca con un beso..."
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